Hoy domingo celebramos la fiesta de Pentecostés, con la que culmina el
tiempo Pascual. El Espíritu Santo, prometido por Jesús, se hace presente
en medio de las y los apóstoles reunidos, y les impulsa a salir del
encierro miedoso y a expresarse en diversidad de lenguas: el relato de
los Hechos de los Apóstoles (Hch. 2, 1-11) de la primera lectura
explicita que cada cual puede comprender según su propia cultura y
tradición el mensaje de amor y fraternidad universal en que se funda la
Buena Noticia del cristianismo.
Diversidad de dones, el mismo Espíritu. Contra ciertas tendencias
uniformizantes, esta fiesta del Espíritu es una invitación a la
valoración de la diversidad que nos constituye. Así lo expresa la carta
de San Pablo a los Corintios (1 Cor. 12, 3-13). Durante todo el tiempo
pascual hemos estado leyendo los Hechos de los Apóstoles, que nos han
mostrado cómo el anuncio del Evangelio se abre a los distintos pueblos y
razas distintas del judeocristianismo primitivo. Es en la constelación
de lo diverso, con las tensiones propias del encuentro de lo distinto,
que se va urdiendo la vida de las comunidades cristianas. En nuestro
país hemos sido enriquecidos estos últimos años con la venida de
personas de distintos países: desde Pentecostés esta transformación
social es una buena noticia que hay que aprender a acoger y cuidar. La diversidad que nos constituye es una riqueza que cultivar.
Reconociendo los miedos, el Espíritu Santo invita y moviliza a la
valentía y al arrojo. En los tiempos que vivimos no es para nada
evidente que quienes nos decimos cristianos, lo explicitemos en cada uno
de los espacios de la ciudad y los territorios en que nos
desenvolvemos. Los escándalos de abusos de algunos de los nuestros nos
avergüenzan, y está bien que así sea. El relato del evangelio de hoy nos
muestra a los discípulos encerrados porque tenían miedo: no les fuera a
pasar lo mismo que a Jesús, que por ser fiel al anuncio del Reino de
Dios, terminó ajusticiado como el peor de los criminales.
Una de las expresiones más repetidas en nuestra celebración durante todo
el año es esta que el cuarto evangelio pone en boca de Jesús
resucitado: “¡La paz esté con ustedes!”. Tras la constatación de que
quien está en medio, convocando y animando, es el mismo Jesús que han
visto morir en la cruz, Él vuelve a ofrecer el mismo saludo, y acto
seguido sopla sobre ellos su aliento de vida y los envía al mundo.
Requerimos en los tiempos que corren un nuevo Pentecostés, que desde la
certeza del amor incondicional de Dios, que no nos deja solos, que nos
acompaña, provoque movimientos hacia afuera en medio de nuestras
comunidades. La paz que Jesús ofrece no es la del inmovilismo o la
conformidad, sino la de la profunda convicción de que nada nos puede
separar de su amor. De ahí brota también el regalo del perdón de los
pecados, supuesto el arrepentimiento, la conversión del corazón y el
propósito de reparación del daño causado.
El Espíritu sopla por donde quiere, mucho más allá de las fronteras de
las comunidades cristianas y de las instituciones que nos hemos dado,
que siempre pueden correr el riesgo de querer monopolizarlo. Abramos
de par en par las ventanas para que cambie el aire enrarecido y sea el
mismo Espíritu de Jesús resucitado que renueve nuestras miradas y
costumbres, y nos haga ser más dóciles y atentos a las novedades que van
surgiendo como pequeños brotes en nuestra sociedad.
“Entonces
llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo:‘¡La paz esté con
ustedes!'. Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los
discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo
de nuevo:‘¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, Yo
también los envío a ustedes'”.
(Jn. 20, 19-21)