“Cuando
Jesús se acercaba a la pendiente del monte de los Olivos, todos los discípulos,
llenos de alegría, comenzaron a alabar a Dios en alta voz, por todos los
milagros que habían visto. Y decían: « ¡Bendito sea el Rey que viene en
nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas! »”
Lc. 19, 28-40
Hoy, domingo
de Ramos, es la única celebración en todo el año litúrgico en que se proclaman
dos relatos del Evangelio: al comenzar la Eucaristía, tal vez en las afueras
del templo o capilla, o en algún lugar cercano para poder hacer una procesión,
leeremos el de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Luego, ya adentro, proclamaremos
el largo relato de su pasión y muerte. Como dos caras de la misma moneda, se
nos muestra al Mesías aclamado por el pueblo en las afueras de la ciudad. Y, a
continuación, somos testigos de cómo el mismo pueblo, azuzado por los sumos
sacerdotes y los escribas, lo lleva a la crucifixión por mano de la autoridad
romana. Esta celebración es la puerta de entrada a la Semana Santa, en la que
estamos convocados a contemplar el misterio central de nuestra fe, el Misterio
Pascual.
El
cristianismo se nos presenta así, en sus mismos orígenes, empapado de
ambigüedad tan humana: de una parte exaltando los más altos valores humanos y
el poder salvífico del Reinado de Dios expresado en la persona y acciones de
Jesús que pasó haciendo el bien: construyendo comunidad, realizando milagros y
curaciones que provocan sanación e inclusión, multiplicando los panes.
Pecadores, publicanos, ciegos, lisiados, endemoniados, leprosos, prostitutas,
son los principales destinatarios de ese mensaje y acción liberadoras. En un
grupo importante de personas aquellos gestos naturalmente despiertan mucha
adhesión y fervor. Pero en simultáneo surgen movimientos contrarios y se despierta
la más férrea oposición y hasta la traición, tanto por parte de quienes ven
amenazadas sus posiciones de poder y autoridad, como de los mismos discípulos
cercanos que huyen despavoridos y hasta venden al maestro por un puñado de
monedas.
Cada uno de
los personajes históricos presentes en estos relatos, nos permiten asomarnos a
diversos paradigmas o arquetipos del ser humano en sociedad. Hay quienes se
lavan las manos como Pilatos. Lo mismo ocurre con Judas, cuya figura será
quemada en algunos lugares de nuestro país expresando lo que queremos dejar en
el olvido. O con Pedro, que se quiebra al canto del gallo tras haber
traicionado a su maestro. O con quienes lloran como Magdalena. O con los
soldados, que ejecutan órdenes injustas. O con Simón de Cirene, obligado a
cargar la cruz de Jesús. O con el buen ladrón, arrepentido en la hora última de
todo el mal que causó. O con todo el Pueblo: “Perdónalos porque no saben lo que
hacen”, les dice Jesús.
La
vida de la Iglesia se renueva al celebrar con fervor y devoción los misterios
que le dieron origen. También se renueva al hacer lo que Jesús hacía, en los
siempre cambiantes contextos. Ambos ejercicios son necesarios: el de la vuelta
a lo primordial junto a la atención al contexto. El salmo 21, puesto en la boca
de Jesús en la cruz (“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”), puede
hacernos bien si es que hace despertar en nosotros cercanía y misericordia con
los desheredados de nuestro tiempo: víctimas de abuso de diversa índole; los
más pobres entre los pobres; los inmigrantes que han escogido nuestro país como
el lugar en el que quieren vivir; toda persona que por distintas razones va
quedándose atrás o al lado del camino.
Que
tengan una fecunda y provechosa celebración de la Semana Santa.
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