domingo, 17 de febrero de 2019

Felices

“¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece! ¡Felices ustedes, los que ahora tienen hambre, porque serán saciados! ¡Felices ustedes, los que ahora lloran, porque reirán! (…) Pero ¡ay de ustedes los ricos, porque ya tienen su consuelo! ¡Ay de ustedes, los que ahora están satisfechos, porque tendrán hambre! ¡Ay de ustedes, los que ahora ríen, porque conocerán la aflicción y las lágrimas!” (Lc. 6, 20-26).

El evangelio que se nos ofrece hoy en la liturgia dominical ha sido comprendido a lo largo de los siglos como una de las principales revelaciones comunicadas por Jesús de Nazaret. De modo muy similar al momento en que Moisés transmite los mandamientos al Pueblo de Dios, Jesús baja de la montaña tras pasar la noche en oración: entonces entre sus discípulos escoge a los Doce apóstoles, y luego a todos transmite estas enseñanzas, bastante paradojales. Continuando con el programa de relectura de las escrituras que ha iniciado tras proclamar al profeta Isaías en la sinagoga de Nazaret, en las bienaventuranzas Jesús esboza el que será en cierto sentido su programa: a los pobres se les comunican buenas noticias.
Hace algunos días, conversando con los equipos del Hogar de Cristo en Calama, comentábamos que, a pesar de lo duro que han sido los efectos de las lluvias estivales del llamado invierno altiplánico, dentro de toda la desgracia, han sido testigos de enorme solidaridad y esfuerzos muy fecundos de articulación entre vecinos, voluntarios, organizaciones de la sociedad civil, instituciones del Estado, comunidades cristianas, hombres y mujeres de buena voluntad.
Conectando esta experiencia con el evangelio que comentamos, parece ser que cuando reconocemos nuestra común precariedad y vulnerabilidad, y nos sabemos y decimos pobres, es que podemos efectivamente salir de nosotros mismos, ir en ayuda del que está más desvalido, sabiendo que será la acción colectiva la que permitirá sobrellevar las más grandes dificultades, o que, por último, las penurias y dificultades se llevan de mejor manera acompañados. Pero esta palabra no se dirige sólo a quienes están en caso de aflicción momentánea o una emergencia: sus destinatarios son, por un lado, los pobres, los hambrientos, los que lloran. A ellos se les ofrece la saciedad, la risa, el Reino de Dios. Y por el otro lado, los ricos y los satisfechos, los que aparentemente no tienen necesidad de nada ni nadie: el que ya está satisfecho, con dificultad puede disfrutar.
Ya en el primer capítulo de Lucas se observa de modo muy similar esta “inversión de situaciones”: el canto de María al visitar a su prima Isabel lo expresa con elocuencia. Dios derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes. En ese paréntesis que es la vida, entre el nacimiento y la tumba, podemos tener y acumular muchas cosas. A la hora final volvemos a la tierra tal como vinimos a ella: desnudos, totalmente frágiles y débiles. Por más que nos arropemos o queramos asegurarnos, esta honda verdad no se nos puede olvidar. La sed de felicidad que todo ser humano experimenta, encuentra en estas palabras de Jesús algunas posibles respuestas. Felices los que reconocen su necesidad y comparten el pan, por poco que sea, con quien no lo tiene. Felices los que se compadecen del sufrimiento del prójimo y procuran aliviarlo. Felices los que son capaces de ponerse en el lugar de los demás: así se va construyendo comunidad y conjugando el “nosotros” del que somos parte. Felices los que privilegian la colaboración por sobre la competencia: el resultado será mejor para todos.