domingo, 5 de agosto de 2018

Alegrías duraderas


No se trata de la alegría eufórica, exultante de la satisfacción inmediata de un deseo temporal, sino del gozo profundo de quien intenta escuchar y hacer la voluntad de Dios en su vida, y aún cuando eso implique algunos sacrificios, privaciones o persecuciones, hacerlo vislumbrando el fruto maduro de sus efectos.

Este domingo nos encuentra ya en el mes de agosto, mes de la Solidaridad, en memoria de San Alberto Hurtado. Los aromos comienzan a colorearse de amarillo; en medio de los fríos ya se intuye la primavera. Además de ser el mes de los gatos y motivo de fiesta para los adultos mayores si es que consiguen pasarlo, en la figura del Padre Hurtado tenemos durante este mes una preciosa ocasión de profundizar en una sencilla pregunta que él mismo se hizo muchas veces: ¿Qué haría Cristo en mi lugar? El texto del evangelio que se nos ofrece hoy (Jn. 6, 24-35), tomado del llamado discurso del pan de vida, puede iluminar algunas notas para una respuesta.
En primer lugar vemos una contraposición entre el alimento que perece y el alimento que perdura. Sin forzar las cosas, podemos referirnos también a los sentimientos que motivan alguna acción: alegrías pasajeras o alegrías duraderas. ¿Cuáles elegir? De eso se trata el arte del discernimiento, del que San Ignacio de Loyola, al que celebramos esta semana que pasó, fue maestro. Él escogió las alegrías duraderas relacionadas con el seguimiento de Jesús. Poder elegir alegrías duraderas supone sumergirse en el Misterio Pascual de su vida, muerte y resurrección. No se trata de la alegría eufórica, exultante de la satisfacción inmediata de un deseo temporal, sino del gozo profundo de quien intenta escuchar y hacer la voluntad de Dios en su vida, aún cuando eso implique algunos sacrificios, privaciones o persecuciones, hacerlo vislumbrando el fruto maduro de sus efectos.
En la primera lectura (Ex. 16, 2-4.12-15), los israelitas pasan hambre al avanzar por el desierto y añoran el tiempo de esclavitud en Egipto, como diciendo estábamos mejor cuando estábamos peor. La esclavitud con la guatita llena sería mejor que la libertad en ayunas. En momentos de dificultades serias, atacan las tentaciones y, a ratos, pareciera cundir la desesperanza. En la segunda lectura (Ef. 4, 17.20-24), se nos habla del hombre viejo y el nuevo. Las apetencias destructoras son la vestimenta del viejo. La nueva condición humana ha sido creada por Jesús, vencedor del pecado y de la muerte, restaurador de la imagen y semejanza con que fuimos creados originariamente: a cada cual se le ha regalado en virtud del bautismo la gracia para vencer los embates del enemigo, vencer las tentaciones, reconocer en todo otro a un hermano.
Escribía el Padre Hurtado en 1947, en un informe presentado al papa Pio XII: “El gran enemigo de Cristo en Chile es la apatía, la indolencia, la superficialidad con que se miran todos los problemas. Un espíritu materialista nos ha invadido. Todos se lanzan ávidos a la conquista del placer... ¿Reaccionarán los católicos de Chile? ¿Qué actitud tomarán los jóvenes ante la horrible tragedia espiritual de su Patria?”. Un libro con muchos de sus escritos en la prensa de los años 40 será lanzado esta semana, y al leerlos tiene una vigencia sorprendente aún para el Chile de hoy.  
La persona de Jesús, su vida y su misión de anuncio de buenas nuevas, de comunidad y atención a las necesidades de los que están alrededor, es ese pan verdadero que viene del cielo, que nos alimenta y nutre. En este mes de la Solidaridad se nos ofrece una ocasión de volver a lo más hondo del Evangelio en su doble dimensión. La vertical: uniendo el cielo y la tierra, lo humano y lo divino, lo temporal con lo eterno. Y la horizontal: desatando la solidaridad entre hermanos, sin distinciones de raza, género o condición social.

José Fco. Yuraszeck Krebs, S.J.
Capellán General del Hogar de Cristo


Frase destacada del Evangelio: “Yo soy el pan de vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed jamás” (Jn. 6, 35)