(Jn. 1, 29-34)
Para muchos, por estos días o en algunas
semanas, se inicia un tiempo de descanso y vacaciones. Aprovechémoslo para
meditar siguiendo las enseñanzas de Jesús, tal como se nos muestran en los
evangelios. Sumergirse en su Espíritu puede ser muy refrescante en medio de los
acalorados embates de las tentaciones, a las que somos particularmente
vulnerables en tiempos de desolación.
En el texto del evangelio de Juan que
proclamamos hoy se nos presenta una tensión permanente entre los cristianos, la
que existe entre la celebración de la fe como rito exterior y repetitivo, y la
transformación interior que debiera implicar tal celebración. Requerimos ritos
que le den forma a nuestras vidas, con sus ciclos de comienzo, crecimiento y
fin, y que esos ritos toquen profundamente nuestra vida en su complejidad. Así
como del dicho al hecho suele haber un largo trecho, entre la fe que profesamos
y celebramos y la que vivimos, también. Esta polaridad la enuncia Juan Bautista
de algún modo al hablar del agua en contraposición al espíritu. La vida de fe
supone sumergirse en el Espíritu de Jesús, empaparse de sus criterios y
vivirlos.
Es este un Espíritu que anima la vida en
oposición a la muerte y la destrucción; que desoculta la verdad ante la mentira
y los engaños; que promueve el amor frente al odio y el egoísmo, a la mera
satisfacción del autointerés; que suscita conversión y renovación, que se
contraponen a integrismos, inmovilismo y anquilosamiento, como de aguas
estancadas y pestilentes; que regala profunda libertad, en las antípodas de la
opresión. ¿Qué signos de los tiempos reconocemos como movimientos del Espíritu
entre nosotros hoy? ¿Cuáles son los contrarios?
En estos tiempos revueltos que corren en
nuestro país, de crisis mayor de las instituciones, es conveniente apelar al
mismo Espíritu que promueve encuentros y posibilita acuerdos, reconciliando a
los desavenidos y reconstruyendo comunidad y tejido social, tan debilitados hoy
por hoy. Que no nos gane la tentación del divisionismo y atrincheramiento, o de
la apatía e indiferencia, que son todo lo contrario a lo que el Espíritu de
Jesús promueve en medio nuestro.
Jesús, dentro de sus muchos otros títulos
mesiánicos - Señor, Maestro, Hijo de Dios, Cristo - recibe acá de boca de Juan
Bautista el de Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Quitar el
pecado del mundo es mucho más que perdonar el que hemos cometido, aunque eso también
Jesús lo haga, asociado a curar enfermos o liberar endemoniados. En este caso,
hablamos de algo mucho más profundo y extendido: sacar el mal de en medio
nuestro, expulsar todo aquello que nos deshumaniza, recomponer la comunión
entre la humanidad, Dios y la creación entera. En Jesús se nos muestra la
plenitud del ser humano: los cristianos aspiramos a transformarnos en otros
Cristos para actuar también quitando el pecado del mundo. Y esto en las personas
y las comunidades, y también en las estructuras e instituciones de la sociedad.
Nunca lo uno sin lo otro.
Caminamos en la historia haciendo presente en
nuestras vidas, y también en los ritos y celebraciones que marcan el
calendario, el Reinado de Dios. Estaremos siguiendo este año, durante los
domingos del tiempo ordinario a partir del próximo, el evangelio según san
Mateo: que nos permita empaparnos de la vida de Jesús, conocerlo y amarlo,
sumergirnos en sus criterios, y hacerlos parte de nuestras vidas cotidianas.
Fragmento
del Evangelio:
Juan Bautista vio acercarse a Jesús y dijo: “Éste es el Cordero de Dios que
quita el pecado del mundo (…) Yo no lo conocía, pero he venido a bautizar con
agua para que Él fuera manifestado a Israel.” (Jn. 1, 29-34)
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