Este domingo, el Evangelio nos muestra a Jesús enviando de dos en dos a sus discípulos. Es una escena luminosa, en perspectiva de sinodalidad: todos hemos de comprendernos en misión. No solo es asunto del papa, los obispos, los sacerdotes, las religiosas. La misión comienza con el anuncio de la paz. Les dice Jesús: “Al entrar en una casa, digan primero: “¡Que descienda la paz sobre esta casa!”. No es este un saludo trivial, sino una oferta real. La paz es don de Dios, y también tarea humana: se ofrece, pero debe ser acogida y construida, como quien va urdiendo una red.
¿Puede
acogerse hoy esa paz en un Chile marcado por la desconfianza, la polarización y
el miedo? El Evangelio responde con una convicción fuerte: sí, si reconocemos
que el Reino de Dios ya está en medio de nosotros. Pero para verlo, hay que
cambiar la forma de mirar y de caminar. Jesús no envía a sus discípulos con seguridades.
Les pide ir sin dinero, sin provisiones, sin calzado, haciéndose totalmente dependientes
de la hospitalidad de los demás. En vez de acumular poder o provisiones, he
aquí un llamado a confiar en la providencia.
Esto es
profundamente contracultural. En tiempos en que se valora con razón la
autonomía y la autosuficiencia, Jesús propone el abandono confiado. Los
discípulos —también quienes nos decimos cristianos, discípulos de Jesús hoy— estamos
llamados a vivir desde la sencillez, abiertos a todo encuentro, sabiendo que la
paz no se impone, sino que se ofrece. Lo interesante, insisto, es que esta
misión no está reservada a unos pocos: el número setenta y dos sugiere
totalidad. Cada uno de nosotros ha de comprenderse formando parte de los
discípulos enviados, cerca de donde vive, como testigo del Reino. En el marco
del Jubileo que estamos viviendo este año 2025, es tiempo de ponerse a caminar,
y cruzar las puertas santas que están en algunos templos, pero también en cada
periferia.
La misión
no consiste en “convertir al otro”, sino en compartir la alegría de una vida
nueva. El Reino no es un lugar lejano ni un futuro incierto: es una presencia
que se hace visible en cada gesto amoroso de hospitalidad, misericordia, acogida
y perdón. Cuando los discípulos regresan, emocionados por los frutos de su
misión, Jesús les responde con palabras desconcertantes: “Yo veía a Satanás
caer del cielo como un rayo”. El mal retrocede cuando la paz se siembra,
anuncia y vive.
Pero
enseguida Jesús les enseña, con sabiduría: “No se
alegren, sin embargo, de que los espíritus se les sometan; alégrense más bien
de que sus nombres estén escritos en el cielo”. No se trata por tanto
solo de resultados, ni de aparentes éxitos visibles, si no de cultivar el
sentido de pertenencia. De saber que somos amados, sostenidos y enviados, en
esta tierra y con la vista puesta en el cielo. La verdadera alegría nace de
descubrirnos hijos e hijas, no siervos; hermanos y hermanas, no adversarios.
Con todos, todos, todos.
En medio
de las tensiones sociales que vivimos, de la crisis de confianza en las
instituciones y del sufrimiento de tantos, en este año de elecciones
presidenciales y parlamentarias, este Evangelio nos ofrece un camino, que no es
ni mágico ni instantáneo. Nos invita a una conversión misionera. A caminar
ligeros, confiados, abiertos a los demás, sin temor. A sabernos enviados con
una palabra buena que sembrar. Y a descubrir que, aun en medio de las aparentes
oscuridades y desesperanzas, el Reino de Dios ya está en medio nuestro.
“Al entrar en una casa, digan primero: “¡Que descienda la paz sobre esta casa!” Y si hay allí alguien digno de recibirla, esa paz reposará sobre él; de lo contrario, volverá a ustedes.” (Lc. 10, 5-6)
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 10, 1-12. 17-20
El Señor designó a otros setenta y dos, además de los Doce, y los envió de dos en dos para que lo precedieran en todas las ciudades y sitios adonde Él debía ir. Y les dijo: “La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha.
¡Vayan! Yo los envío como a ovejas en medio de lobos. No lleven dinero,
ni provisiones, ni calzado, y no se detengan a saludar a nadie por el camino.
Al entrar en una casa, digan primero: “¡Que descienda la paz sobre
esta casa!” Y si hay allí alguien digno de recibirla, esa paz
reposará sobre él; de lo contrario, volverá a ustedes.
Permanezcan en esa misma casa, comiendo y bebiendo de lo que haya, porque el
que trabaja merece su salario. No vayan de casa en casa. En las ciudades donde
entren y sean recibidos, coman lo que les sirvan; sanen a sus enfermos y digan
a la gente: “El Reino de Dios está cerca de ustedes”. Pero en todas
las ciudades donde entren y no los reciban, salgan a las plazas y digan:
“¡Hasta el polvo de esta ciudad que se ha adherido a nuestros pies, lo
sacudimos sobre ustedes! Sepan, sin embargo, que el Reino de Dios
está cerca”. Les aseguro que en aquel Día, Sodoma será tratada
menos rigurosamente que esa ciudad”.
Los setenta y dos volvieron y le dijeron llenos de gozo: “Señor, hasta
los demonios se nos someten en tu Nombre”. Él les dijo: “Yo veía a Satanás caer
del cielo como un rayo. Les he dado poder para caminar sobre serpientes y
escorpiones y para vencer todas las fuerzas del enemigo; y nada podrá dañarlos.
No se alegren, sin embargo, de que los espíritus se les sometan; alégrense más
bien de que sus nombres estén escritos en el cielo”.
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