domingo, 28 de septiembre de 2025

Abismos

El evangelio de este domingo presenta una parábola original de Lucas, tan breve como elocuente: un hombre rico, que ofrece abundantes banquetes cada día, y un pobre, Lázaro, tendido a su puerta, que no tiene qué comer. Entre ambos se abre un “gran abismo” que, tras su muerte, ya no podrá cruzarse. No se trata primeramente de una condena a la riqueza, sino de una denuncia a la indiferencia. El drama no es tanto la desigualdad de bienes, como la ceguera o indolencia frente al sufrimiento o la necesidad del otro que está cerca.

La imagen del “abismo” resulta inquietantemente actual. En el mundo en que vivimos hay abismos de distinta naturaleza, profundas barreras de exclusión, y algo similar ocurre en nuestro país. Convivimos con fracturas profundas, relacionadas con el bienestar y la autonomía de cada cual, y el acceso a bienes y servicios: la brecha educativa y de salas cuna, que marca la vida de niños según el barrio donde nacen; la diferencia en salud, hay quienes esperan años en listas de espera por una atención oportuna; en el mundo del trabajo informal y precario, muchos quedan fuera de la seguridad social; o el quizás más visible y doloroso: las personas que viven en situación de calle, rostros concretos que nos interpelan cada día, cuando las vemos.

Lo más grave de esos abismos no es solo su existencia, sino la tentación de acostumbrarnos a ellos, de volverlos paisaje. Como el rico de la parábola, podemos pasar delante de los Lázaros de hoy sin verlos, sin que su dolor nos afecte.

¿Qué hacer entonces? El primer paso es reconocer que estos abismos, mientras tengamos vida y posibilidades de reaccionar, son de algún modo formas de relacionarnos en nuestra convivencia cotidiana y, por lo tanto, pueden ser transformados. Se requieren instituciones y políticas públicas sostenidas, pertinentes y evaluadas en base a la evidencia disponible; también un compromiso empresarial que entienda la inversión social y el vínculo con la comunidad como parte de su rol; autoridades que se entiendan como servidores del bien común, con empatía y cercanía particularmente con quienes por sí mismas no pueden ponerse de pie; y ante todo una ciudadanía que no se resigne a la indiferencia. Pequeños gestos cotidianos de cercanía y fraternidad pueden hacer grandes diferencias también. Los puentes no se improvisan, se construyen: con diálogo, con acuerdos transversales y con gestos concretos de solidaridad que restituyan dignidad.

Hoy, último domingo de septiembre, es el día de oración por Chile. Hemos celebrado las Fiestas Patrias y estamos a seis semanas de una elección presidencial y parlamentaria, con la posibilidad cierta de abordar nuestras alegrías, dolores y desafíos comunes, en debates y distintos espacios de conversación. Hagámosle frente a la desconfianza y fragmentación encontrándonos y conversando con fraternidad y profundo respeto. La parábola de Lázaro y el rico es pertinente. Nos recuerda que el costo de no ver al otro es terminar separados por un abismo que a la larga, para todos, se hace infranqueable. El momento de reaccionar es ahora. Y la tarea es de todos: levantar un pacto social que ponga en el centro a los más frágiles entre nosotros, porque solo así los abismos se transforman en puentes hacia un país más justo y humano.

“Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán”. Lc. 19, 31

Evangelio del día

+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 16, 19-31

Jesús dijo a los fariseos: Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes. A su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro, que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros iban a lamer sus llagas. 

El pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado. En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él. Entonces exclamó: “Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan”.

“Hijo mío, respondió Abraham, recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento. Además, entre ustedes y nosotros se abre un gran abismo. De manera que los que quieren pasar de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se puede pasar de allí hasta aquí”.

El rico contestó: “Te ruego entonces, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos: que él los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento”.

Abraham respondió: “Tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen”. 

“No, padre Abraham, insistió el rico. Pero si alguno de los muertos va a verlos, se arrepentirán”.

Pero Abraham respondió: “Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán”.

domingo, 7 de septiembre de 2025

Seguimos

El evangelio de este domingo nos sitúa frente a la radicalidad del seguimiento de Jesús. La escena es elocuente: una multitud seguía sus pasos, fascinada por sus palabra y gestos, y Él, en lugar de aprovechar la popularidad, los millares de seguidores, se da vuelta y les pone condiciones exigentes. No se trata de sumar muchos adeptos ni de cautivar simpatizantes, sino de mostrar la seriedad del camino. El discípulo, dice Jesús, ha de ponerlo en primerísimo lugar, incluso por encima de vínculos tan robustos como los de la propia familia. Ha de cargar con su cruz y calcular los costos antes de emprender la obra.

No es una invitación ligera. Jesús quiere discípulos lúcidos, no ilusionados. Nos recuerda que la vida no se construye con improvisaciones ni con entusiasmos pasajeros. La fe requiere perseverancia, renuncia y un realismo que evite la ingenuidad. Sin embargo, al mismo tiempo nos advierte de algo esencial: nuestras propias fuerzas no bastan. Si confiamos solo en nosotros mismos, corremos el riesgo de empezar la torre y no poder terminarla. La fe cristiana nos abre los ojos a la verdad más honda: la vida es don, gracia recibida, ayuda de Dios y de los demás.

Esta enseñanza evangélica resuena con fuerza en medio de un año electoral. Nos rodean promesas abundantes que, a menudo, no se hacen cargo de los límites ni de las condiciones reales del país. Escuchamos discursos que ofrecen soluciones rápidas, sin medir del todo los costos ni reconocer fragilidades. Como ciudadanos, necesitamos políticos que digan la verdad, que asuman con humildad que el bien común se construye de manera colectiva y con renuncias compartidas, no con slogans vacíos.

En el Hogar de Cristo y otras organizaciones de inspiración cristiana lo experimentamos día a día. Acompañar a quienes viven la exclusión no es fruto de un voluntarismo heroico, ni de un puñado de buenas intenciones. Es una obra que se sostiene gracias a la generosidad de muchos, a la confianza en la fuerza de Dios y a la perseverancia humilde en medio de la precariedad. Descubrimos que la radicalidad de Jesús no es un imposible reservado para unos pocos, sino la invitación a abrirnos al don que no podemos inventar. Seguirlo no es presumir de fuerzas propias, sino confiar en que su gracia completa nuestra debilidad.

Quizás, en este tiempo, lo que más necesitamos no es escuchar nuevas promesas, sino recuperar la esperanza realista y humilde que brota de reconocer nuestros límites y, a la vez, nuestra capacidad de ayudarnos mutuamente. La radicalidad evangélica nos recuerda que no podemos solos, y que solo desde la interdependencia, la verdad y la solidaridad se edifica una sociedad más justa.

Y mientras miramos con esperanza el futuro, también esperamos en pocas semanas la primavera y las Fiestas Patrias que se acercan. Son un tiempo para celebrar la vida, para reencontrarnos con nuestra tierra, con nuestras tradiciones y con la alegría compartida. Que este septiembre nos ayude a recordar que las grandes obras, en la fe, la Iglesia y la sociedad, se construyen juntos, con la confianza puesta en Dios y en los demás.

“Cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” Lc. 14-33

+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 14, 25-33

Junto con Jesús iba un gran gentío, y Él, dándose vuelta, les dijo: Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo.

¿Quién de ustedes, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que, una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo: “Este comenzó a edificar y no pudo terminar”.

¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil? Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz. De la misma manera, cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.