El evangelio de este domingo presenta una parábola original de Lucas, tan breve como elocuente: un hombre rico, que ofrece abundantes banquetes cada día, y un pobre, Lázaro, tendido a su puerta, que no tiene qué comer. Entre ambos se abre un “gran abismo” que, tras su muerte, ya no podrá cruzarse. No se trata primeramente de una condena a la riqueza, sino de una denuncia a la indiferencia. El drama no es tanto la desigualdad de bienes, como la ceguera o indolencia frente al sufrimiento o la necesidad del otro que está cerca.
La imagen del “abismo” resulta inquietantemente actual. En el mundo en
que vivimos hay abismos de distinta naturaleza, profundas barreras de exclusión,
y algo similar ocurre en nuestro país. Convivimos con fracturas profundas,
relacionadas con el bienestar y la autonomía de cada cual, y el acceso a bienes
y servicios: la brecha educativa y de salas cuna, que marca la vida de niños
según el barrio donde nacen; la diferencia en salud, hay quienes esperan años
en listas de espera por una atención oportuna; en el mundo del trabajo informal
y precario, muchos quedan fuera de la seguridad social; o el quizás más visible
y doloroso: las personas que viven en situación de calle, rostros concretos que
nos interpelan cada día, cuando las vemos.
Lo más grave de esos abismos no es solo su existencia, sino la tentación
de acostumbrarnos a ellos, de volverlos paisaje. Como el rico de la parábola,
podemos pasar delante de los Lázaros de hoy sin verlos, sin que su dolor nos
afecte.
¿Qué hacer entonces? El primer paso es reconocer que estos abismos,
mientras tengamos vida y posibilidades de reaccionar, son de algún modo formas
de relacionarnos en nuestra convivencia cotidiana y, por lo tanto, pueden ser
transformados. Se requieren instituciones y políticas públicas sostenidas,
pertinentes y evaluadas en base a la evidencia disponible; también un
compromiso empresarial que entienda la inversión social y el vínculo con la
comunidad como parte de su rol; autoridades que se entiendan como servidores
del bien común, con empatía y cercanía particularmente con quienes por sí
mismas no pueden ponerse de pie; y ante todo una ciudadanía que no se resigne a
la indiferencia. Pequeños gestos cotidianos de cercanía y fraternidad pueden
hacer grandes diferencias también. Los puentes no se improvisan, se construyen:
con diálogo, con acuerdos transversales y con gestos concretos de solidaridad
que restituyan dignidad.
Hoy, último domingo de septiembre, es el día de oración por Chile. Hemos
celebrado las Fiestas Patrias y estamos a seis semanas de una elección
presidencial y parlamentaria, con la posibilidad cierta de abordar nuestras alegrías,
dolores y desafíos comunes, en debates y distintos espacios de conversación.
Hagámosle frente a la desconfianza y fragmentación encontrándonos y conversando
con fraternidad y profundo respeto. La parábola de Lázaro y el rico es pertinente.
Nos recuerda que el costo de no ver al otro es terminar separados por un abismo
que a la larga, para todos, se hace infranqueable. El momento de reaccionar es
ahora. Y la tarea es de todos: levantar un pacto social que ponga en el centro
a los más frágiles entre nosotros, porque solo así los abismos se transforman
en puentes hacia un país más justo y humano.
“Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán”. Lc. 19, 31
Evangelio del día
+ Evangelio de nuestro Señor
Jesucristo según san Lucas 16, 19-31
Jesús dijo a los fariseos:
Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía
espléndidos banquetes. A su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado
Lázaro, que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los
perros iban a lamer sus llagas.
El pobre murió y fue llevado
por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado. En
la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de
lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él. Entonces exclamó: “Padre Abraham, ten
piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y
refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan”.
“Hijo mío, respondió Abraham, recuerda
que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora
él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento. Además, entre ustedes y
nosotros se abre un gran abismo. De manera que los que quieren pasar de aquí
hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se puede pasar de allí hasta aquí”.
El rico contestó: “Te ruego
entonces, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco
hermanos: que él los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de
tormento”.
Abraham respondió: “Tienen a
Moisés y a los Profetas; que los escuchen”.
“No, padre Abraham, insistió el
rico. Pero si alguno de los muertos va a verlos, se arrepentirán”.
Pero Abraham respondió: “Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán”.
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