Hoy nos encontramos en el segundo domingo de adviento: es este un tiempo en que nos disponemos, penitencialmente, a la celebración del nacimiento de Jesús. Se trata de escuchar la invitación a la conversión, que podamos volvernos hacia Jesús, hacia su persona y su proyecto, el Reino de los cielos, que está cerca.
La figura de Juan el bautista que se nos presenta hoy en el relato del
evangelio según san Mateo es muy importante para una comprensión del modo como
Jesús es Mesías. Juan invita a sumergirse en el Agua, ser bautizado, para el
perdón de los pecados. Se trata de dejar atrás todo aquello que nos aparta de
los caminos del Señor, y renacer a una nueva vida que prepare su presencia en
medio nuestro. Un primer paso necesario. El que vendrá, y lo esperamos, nos
dice Juan, bautizará “en el Espíritu Santo y en el fuego”.
Un aspecto relevante de este relato es que muestra a Juan en el desierto,
lejos de la ciudad, lejos del Templo. Las personas van hacia él por la fuerza
de su mensaje que sintoniza con la necesidad que experimentan de dar un giro a
sus vidas que las llene de sentido. ¿Dónde escuchamos hoy la voz del Señor que
nos sigue llamando? Tal vez hay que hacer algunos cambios en nuestras
costumbres para poder verdaderamente escucharla.
Juan Bautista también se enfrenta a fariseos y saduceos, que vienen a
bautizarse: con palabras duras les exhorta a una sincera conversión, que
produzca sus frutos y que no sea simplemente participar de un rito exterior que
no transforme nada. En el pasaje siguiente a este relato (Mt. 3, 13-17), Jesús
va también donde Juan para ser bautizado. Se pone a la fila y le pide a Juan
que lo sumerja en esta corriente liberadora, a lo que el Bautista inicialmente
se opone: “Yo debería ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?”. Jesús no se
salta la fila ni pide un trato especial, espera pacientemente su turno.
Una lectora de este diario, Pamela Gutiérrez Garcés, ha escrito esta
semana que por distintas razones, entre otras porque no encuentra una voz que
se levante y que convoque desde la Iglesia en los tiempos convulsos que vivimos,
ha dejado de ir a misa. El riesgo de dejar de ir es que pudiera diluirse el
sentido de comunidad, de pertenencia al Pueblo de Dios del que formamos parte,
precisamente en virtud del bautismo. La fe en Jesús es eminentemente
comunitaria, tal como lo atestigua la misma práctica de Jesús con sus
discípulos y discípulas, y también los relatos de los Hechos de los Apóstoles
(Hch. 2, 43-47).
Algunos de los dolores que Pamela enuncia –el de los migrantes, el de la
carestía, el de las personas en situación de calle, el del narcotráfico que
campea en nuestras ciudades y barrios– son sumamente preocupantes y debiéramos
ser capaces de gritarlos en voz alta, amplificando también las distintas
iniciativas de acogida, servicio y transformación que están sucediendo en este
momento, también al alero de parroquias y fundaciones de inspiración cristiana.
En medio de tantos ruidos y estridencias cotidianas que nos embotan los
sentidos, pidamos la gracia de dar a conocer aquello que ya ocurre, pero que no
es del todo conocido, como voz que clama en el desierto.
Aprovechemos de buen modo este tiempo de adviento para prepararnos a la
celebración de la Navidad. La apertura de todo corazón a los dolores y
necesidades que van aconteciendo a nuestro alrededor, y el reconocimiento de la
común fragilidad y vulnerabilidad, que incluye también a los pastores de la
Iglesia, nos conecte con el misterio de Dios que quiere una vez más vivir entre
nosotros (Jn. 1, 14). ¡Ojalá escuchemos hoy su voz!
Fragmento del Evangelio: “Yo los bautizo con agua para que
se conviertan; pero Aquel que viene detrás de mí es más poderoso que yo, y yo
ni siquiera soy digno de quitarle las sandalias. Él los bautizará en el
Espíritu Santo y en el fuego. Tiene en su mano la horquilla y limpiará su era:
recogerá su trigo en el granero y quemará la paja en un fuego inextinguible”
(Mt. 3, 11-12)
EVANGELIO
Conviértanse,
porque el Reino de los Cielos está cerca.
+
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 3, 1-12
En
aquellos días, se presentó Juan el Bautista, proclamando en el desierto de
Judea:
“Conviértanse,
porque el Reino de los Cielos está cerca”.
A
él se refería el profeta Isaías cuando dijo:
“Una
voz grita en el desierto: “Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos””.
Juan
tenía una túnica de pelos de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba
con langostas y miel silvestre. La gente de Jerusalén, de toda la Judea y de
toda la región del Jordán iba a su encuentro, y se hacía bautizar por él en las
aguas del Jordán, confesando sus pecados.
Al
ver que muchos fariseos y saduceos se acercaban a recibir su bautismo, Juan les
dijo:
“Raza
de víboras, ¿quién les enseñó a escapar de la ira de Dios que se acerca?
Produzcan el fruto de una sincera conversión, y no se contenten con decir:
“Tenemos por padre a Abraham”. Porque yo les digo que de estas piedras, Dios
puede hacer surgir hijos de Abraham. El hacha ya está puesta a la raíz de los
árboles: el árbol que no produce buen fruto será cortado y arrojado al fuego.
Yo
los bautizo con agua para que se conviertan; pero Aquel que viene detrás de mí
es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de quitarle las sandalias.
Él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego. Tiene en su mano la
horquilla y limpiará su era: recogerá su trigo en el granero y quemará la paja
en un fuego inextinguible”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario