Desde la alabanza que el mismo Jesús hace a su Padre Dios, Señor del Cielo y de la Tierra, que ha querido revelarse a los pequeños, brota esta invitación a acercarse a Él y llevar juntos toda aflicción y agobio.
Vivimos desde hace algunos meses un tiempo de incertidumbres, de muchos “no-saberes”. Con la pandemia COVID-19 se nos ha movido el piso y se nos han evidenciado nuestras fragilidades y vulnerabilidades, tanto personales como colectivas. La precariedad habitacional y el hacinamiento crítico hacen que para muchos sea imposible tomar medidas de cuidado. Muchas pujantes empresas, de distintos tamaños, están en grave riesgo de continuidad operacional, y con ellas se arriesgan muchos puestos de trabajo y el sustento para tantas familias. Muchos de nuestros compatriotas que en las últimas décadas habían dejado atrás el umbral de la pobreza, vuelven peligrosa y abruptamente a ella. Junto a distintas iniciativas de solidaridad, que no dejan de ser esperanzadoras, ante las amenazas crecientes a la salud, cunde el desánimo, el dolor por la enfermedad, también el duelo por la muerte. En el pasaje del evangelio según san Mateo que se nos ofrece hoy en la liturgia, Jesús hace una contraposición entre dos grupos. Por un lado se encuentran los sabios y los prudentes. A ellos se les han ocultado “estas cosas”. En cambio a los pequeños, tales “cosas” les han sido reveladas. Ante la fragilidad que hemos experimentado, pareciera ser que hoy somos todos pequeños. ¿Cuáles son esas “cosas”?
Ante todo se refiere a lo que Jesús ha ido anunciando y realizando en los capítulos anteriores: su proyecto denominado el Reino de los cielos, que considera llamar discípulos; que explicita una nueva felicidad en las bienaventuranzas; que lo lleva a sanar a los enfermos y endemoniados, a perdonar pecados; a darle cumplimiento y resignificar la Ley anunciada y vivida desde antiguo (“se dijo”… “yo les digo”); en la barca con sus discípulos, a calmar la tormenta: “¡Hasta los vientos y el mar le obedecen!” (cf. Mt. 8, 23ss). Esta manifestación de Jesús despierta reacciones contrarias, la de los sabios y prudentes, y reacciones de adhesión, la de los pequeños. El resto del relato de hoy nos da también algunas pistas, especialmente al destacar la íntima comunión del Hijo con el Padre: Jesús se sabe enviado por su Padre. De esa íntima comunión de vida en la que participamos también como parte de la familia humana.
Lo que pedimos tan repetidamente en el Padre Nuestro, que pareciera ser trivial: “Danos hoy el pan de cada día” (cf. Mt. 6, 5ss), cuando empieza a faltar, adquiere otra relevancia. Las palabras con que concluye el texto de hoy son un bálsamo de alivio ante la aflicción y el agobio. Se trata de llevar juntos el peso, como una yunta de bueyes, poniendo todo en las manos de Jesús, de la comunidad, en el tejido social que nos sostiene, ese que hay que reparar para que nos sostenga a todos. Somos el Cuerpo de Cristo, unidos en interdependencia, llamados a estar atentos a quienes van quedado al lado del camino, o no tienen en qué afirmarse. En estos tiempos de aflicción, tendremos que reaprender algunas cosas: saber descansar, meditar, hacer silencio, reencontrarnos con nosotros mismos, con la naturaleza que hiberna, con los cercanos, comunicarnos en profundidad, conectarnos, siendo pacientes y humildes de corazón, como Jesús es y nos invita a ser.
Concluyo estas palabras haciendo un homenaje a Vivian Soto y Claudio Leiva, trabajadores de Hogar de Cristo, que murieron hace algunos días víctimas de la pandemia. Y en ellos saludo a todas las personas, trabajadores de la salud y de organizaciones como el Hogar, que de distintas maneras están aliviando la carga y el sufrimiento de tantas personas en estos días, arriesgando sus vidas. En Jesús, sus palabras y promesas, encontremos esperanza y alivio para vivir este tiempo.
Fragmento del Evangelio: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y Yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana” (Mt. 11, 25-30)