A pocos días de celebrar las fiestas patrias es pertinente reflexionar sobre nuestra identidad. ¿Qué es lo que nos hace ser lo que somos? ¿Nuestra historia, con sus alegrías y dolores? ¿El himno, la bandera, los volantines? ¿Las empanadas, la chicha, la cueca? ¿La creciente corrupción, la sensación de inseguridad, la persistente desigualdad?
Tengo la impresión de que se ha ido
enriqueciendo y complejizando nuestra identidad, y valoramos, o al menos
reconocemos, cada vez más la diversidad. La inusitada rapidez de la migración
forzada de cientos de miles de personas provenientes de Venezuela, Colombia,
antes de Haití, más antes de Perú, han enriquecido nuestra sociedad con variadas
expresiones, modos de habitar el mundo, cultura religiosa y culinaria. Y por
contraste o diferencia, nos ha hecho reconocer y valorar la también diversa
identidad chilena, particularmente en relación con nuestros pueblos
originarios. No cabe duda que estamos en tiempos de identidades difusas, cada
vez más abiertos al mundo entero que nos entra por todos lados.
En el texto del evangelio según san
Marcos que proclamamos hoy, la pregunta de Jesús a sus discípulos, primero
respecto de lo “que dice la gente” y luego acerca de “quien dicen ellos” que
es, refiere –precisamente– a su identidad. Las respuestas que ellos le dan conectan
en primer lugar con el pasado, la identidad histórica de su pueblo –apelando a
la figura admirada de los profetas, Elías, o Juan Bautista– y luego, ante la
pregunta que busca una implicación personal, conectan con las esperanzas,
también identitarias, de la comunidad a la que pertenecen: “Tú eres el Mesías”,
es decir, el ungido, el rey que estaban esperando, para ser congregados y
conducidos por el camino de la paz.
La segunda parte de este relato nos
abre al futuro y en particular a la oposición que se vislumbra generará el modo
particular de ser Mesías de Jesús: lo llevará a ser condenado a la muerte de
cruz tras lo cual será resucitado. Sabemos que –al igual que todos los
Evangelios– esto ha sido escrito después de que sucedieron los hechos que
anticipa. Pedro, el mismo que ha declarado con vehemencia la identidad
redentora de Jesús, quiere interponerse en este segundo momento en su camino,
ante el anuncio del conflicto que se desarrollará en Jerusalén con quienes detentan
la autoridad religiosa tradicional.
Este relato nos introduce en un
aspecto central del modo de ser Mesías de Jesús, eso que llamamos el misterio pascual
de su pasión, muerte y resurrección, y que se manifiesta en cada momento de una
vida entregada libremente por amor. En una de sus páginas más notables el
Concilio Vaticano II expresó solemnemente en la Constitución Gaudium et Spes que “el Espíritu Santo
ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se
asocien a este misterio pascual” (GS22). O sea, que lo más propio del Espíritu
es “soplar donde quiere”, desbordando los estrechos cauces institucionales.
La exhortación final de Jesús acentúa
el valor del seguimiento asociado a entregar la vida libremente por la Buena
Noticia, no guardarse. ¿Cuál es esa Buena Noticia? Que hay más alegría en dar
que en recibir, en amar que en ser amado. La identidad más propia del cristiano
y de toda persona de buena voluntad impulsada por el Espíritu, se fragua en la
entrega generosa por amor, construyendo familia y comunidad, velando por el
bien común, atendiendo preferentemente a los más pobres entre nosotros, como
Jesús hizo en su tiempo. Y al mismo tiempo, y como consecuencia de ello,
enfrentando el conflicto y la oposición que se pueda suscitar, como le ocurrió
también a Jesús.
Pasemos unas felices fiestas patrias, valorando la diversidad que nos constituye, y todo esfuerzo por hacer que Chile y la Iglesia sea cada vez mejor, venga de donde venga.