Desapegos (Lc. 12,
13-21)
El relato del
evangelio según san Lucas que proclamamos hoy es elocuente y directo: nos
advierte del apego desordenado a las riquezas que puede hacer que acumulemos
sin considerar lo efímero de la vida o sin que tengamos en cuenta a quienes
están alrededor. Un dato que con facilidad olvidamos es que desnudos nacemos y
así tal cual vamos a morir. En este paréntesis que es la vida, transitamos
juntando y conectando palabras, saberes, amores, experiencias, bienes y más.
Hoy, 31 de
julio, celebramos a San Ignacio de Loyola. La espiritualidad ignaciana nos
enseña que seremos más felices y plenos, encontrando y poniendo por obra la
voluntad de Dios. Ello se logra cuando libres de afectos y apegos desordenados,
sintonizamos con la corriente liberadora y sanadora de Jesús que nos impulsa a
amar y servir.
Un buen primer
paso para el desapego es la gratitud. ¿Qué de lo que tienes o sabes no lo has
recibido de otras personas, tus padres o tus profesores, de Dios? ¿O de los
esfuerzos colaborativos de muchísimas personas? ¡Agradece! La gratitud es
antídoto contra la soberbia, vehículo de humildad, posibilitadora de la
generosidad.
Un segundo
paso para el desapego es la conciencia de la interdependencia que tenemos unos
con otros. Nos necesitamos e impactamos unos a otros, aunque no nos encontremos
ni nos conozcamos. ¿Qué esfuerzos personales puedo hacer para contribuir al
bien común?
Los apegos que
nos atan pueden ser “riquezas” de distinta naturaleza. Una madre o un padre
puede impedir que un hijo crezca y adquiera autonomía si lo ahoga con sus
cuidados e impide que se equivoque o se pierda en el camino. Un trabajador
social o un terapeuta puede impedir que una persona en situación de calle o con
discapacidad florezca si el apoyo que le brinda es asfixiante y no le permite desplegar
capacidades.
Mañana
comienza el mes de agosto, que en nuestro país desde hace décadas ha sido
denominado Mes de la Solidaridad, en memoria de San Alberto Hurtado. Este año
se cumplen, el jueves 18, setenta años de su muerte. La
fundación que lleva su nombre nos interpela con la pregunta “¿Podemos estar
tranquilos?”. Esta expresión recuerda las palabras de Gabriela Mistral que
acompañan la invitación a poner una rama de aromo sobre la sepultura del padre
Hurtado, “que tal vez sea un desvelado y un afligido mientras nosotros no
paguemos las deudas contraídas con el pueblo chileno, viejo acreedor silencioso
y paciente”.
El fundador del Hogar de Cristo fue un
incansable apóstol de la misericordia, y se ocupó de acoger a quienes morían de
frío en las calles de Santiago, convocando para ello a quien quisiera sumarse.
Decía que no podemos quedarnos tranquilos mientras haya algún dolor que
mitigar. ¿Qué nuevos dolores y necesidades reconocemos a nuestro alrededor? Menciono
cuatro: son cientos de miles los niños y niñas que pudiendo ir al colegio, no
van; también es enorme el déficit habitacional, que entre campamentos y hacinamiento
crítico llega a poco más de 600 mil familias; en situación de calle hay
oficialmente casi 20 mil personas, aunque todo indica que son muchas más; el
flagelo de la inflación está afectando los bolsillos de familias e
instituciones. Para aliviar tanto dolor
nuestras propias fuerzas no alcanzan y entonces tenemos que sumarnos a otras
personas e instituciones, tanto públicas como privadas, para reaccionar
oportunamente, transformando conciencias y estructuras, y promoviendo al mismo
tiempo la inclusión y dignificación.
Intentemos en
este Mes de la Solidaridad desarrollar los sentidos y virtudes que el padre
Hurtado vivió y nos sigue invitando a vivir: una de ellas es el desapego. Son
muchas aún las necesidades y dolores que requieren la concurrencia de esfuerzos
y voluntades. Pongamos al servicio del bien común aquello que tenemos, aquello
que sabemos, todo aquello que hemos recibido.
Fragmento del Evangelio: “Cuídense de toda avaricia, porque aún en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas” (Lc. 12, 15)