(Leer el Evangelio del Día)
En esta parábola del fariseo y el publicano encontramos un buen espejo en el que evaluar nuestras actitudes cotidianas, tanto personales como colectivas: ¿Están más teñidas por la soberbia y la altanería o por la mansedumbre y la humildad?
En esta parábola del fariseo y el publicano encontramos un buen espejo en el que evaluar nuestras actitudes cotidianas, tanto personales como colectivas: ¿Están más teñidas por la soberbia y la altanería o por la mansedumbre y la humildad?
Hace un par de
semanas participé en una videoconferencia con jesuitas de otros países de
Latinoamérica. La conversación comenzó comentando la realidad de cada uno de
nuestros países. Tras escuchar lo que decían los demás, me permití afirmar que
en Chile había relativa calma, que uno de los temas más tensos que estábamos
viviendo era el de la integración social de los migrantes, y que nos
disponíamos en diciembre a la realización de COP25. El mismo presidente Piñera
señaló por esos días que Chile era como un oasis en medio del vecindario
latinoamericano. Tan solo unos días después se agudizó el conflicto en el
Instituto Nacional y, tras el alza de las tarifas del metro, se convocó a
evasión masiva, y ahora estamos como estamos.
El evangelio de
Lucas nos ofrece hoy esta parábola del fariseo y el publicano. En ella
encontramos un buen espejo en el que evaluar nuestras actitudes cotidianas,
tanto individuales como colectivas, ante Dios y los demás. ¿Qué predomina
cotidianamente en nuestras vidas? ¿La actitud del fariseo que con una cierta
soberbia se arroga el cumplimiento cabal de la ley, ilusa garantía de
salvación, y mira con desprecio a los demás? ¿O la del publicano que se sabe
pecador y frágil y por tanto ni siquiera se atreve a levantar la vista? Jesús
valora esta última.
No es este el
espacio para profundizar en las causas de la profunda crisis social y política
en la que estamos inmersos, ni en las posibles vías de solución. De seguro
otros columnistas de este mismo diario hoy mismo están ofreciendo algunas
luces. Pero sí podemos hablar de actitudes que pueden ayudar a reconstruir
confianzas, y desde ahí reconstruir el tejido social y la convivencia
democrática en nuestro país.
La principal de
esas actitudes es la humildad. Me gusta esta palabra porque hunde sus raíces en
la tierra. Humus llamamos al producto resultante de la descomposición de
materia orgánica, que permite hacer más fecunda la tierra. La humildad hace lo
mismo en nuestra convivencia. Desde todos los sectores políticos se observa una
cierta arrogancia de representatividad de alguna parte de la demanda social.
Pero las voces de la calle son muy diversas. Requerimos mucha humildad para
escucharlas en su amplitud y diversidad. Tal vez la descomposición de las
confianzas y del tejido social, nos permita reconocer que tenemos que intentar
por otros derroteros, y eso haga más fecunda nuestra vida en común.
En muchísimos
lugares de Chile en esta semana ha sido posible encontrar iniciativas de
encuentro y solidaridad. Ya sea para moverse de un lado al otro de la ciudad. O
para ayudar a comprar algún remedio o pañales o alimentos que no se encuentran
en el supermercado del barrio. Incluso para evaluar aumentar los sueldos más
bajos en las empresas, sin que medie un cambio de ley. O buscando alianzas
entre distintos municipios, como el de Las Condes y La Pintana. O sencillamente
preguntándonos, ¿Cómo estamos? ¿Cómo hemos vivido estos días? ¿En qué nos
podemos ayudar? Todo esto, ¿pudimos hacerlo antes? Claro, pero más vale tarde
que nunca.
Lamento
profundamente los hechos de violencia y destrucción que hemos visto, y sobre
todo las muertes de personas en diversas circunstancias, que tendrán que ser
investigadas y aclaradas. Al mismo tiempo, me esperanza la actitud humilde de
muchos que se interrogan con seriedad por el mensaje tras el estallido social.
Esperemos que esa humildad sea contagiosa, nos permita escucharnos con atención
y desde ahí poder dialogar para volver a ponernos juntos de pie. No hay otro
camino.
Cita del evangelio: “En cambio el publicano, manteniéndose a
distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se
golpeaba el pecho, diciendo: “¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”
Les aseguró que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero.
Porque todo el que se eleva será humillado, y el que se humilla, será elevado”
(Lc. 18,9-14).