Este domingo nos encuentra a 4 semanas de la elección presidencial, parlamentaria y de consejeros regionales en nuestro país, y a una semana tras el segundo aniversario del llamado estallido social. Precisamente el lunes pasado ha comenzado la segunda etapa de la convención constitucional, en la que, ya aprobados los reglamentos, se entrará en materia de redacción de nuestra nueva carta magna.
Es este el domingo XXX del tiempo ordinario, en el que el evangelio según san Marcos nos ofrece una catequesis formidable en tres grandes cuadros: un ciego grita al borde del camino, los discípulos de Jesús lo callan; es llamado por Jesús y se pone de pie; tras un diálogo, recupera la vista y lo sigue por el camino.
De este relato –que les invito a contemplar, leyéndolo lentamente varias veces–llama la atención en primer lugar el grito del ciego. Por más que es reprendido, grita más fuerte, hasta ser escuchado y atendido. Atreverse a levantar la voz y también atreverse a escuchar los gritos de quienes claman en su aflicción y dolores, es una apuesta por la valentía. En ese sentido, el milagro de recuperar la vista va de la mano con la necesidad de agudizar el oído para poder oír los clamores en medio de nuestra cultura tan estridente. No es fácil distinguir entre otros ruidos a ratos ensordecedores los legítimos clamores, dolores y necesidades de las personas, especialmente de las más pobres y excluidas.
Un segundo elemento destaca en el relato: es la valentía y arrojo del ciego que se atreve a pedir ayuda a quien considera un Maestro. Ante ese grito Jesús se detiene, le regala su tiempo y su escucha. Ninguna persona se salva sola, necesitamos unas de otras. Sin el grito insistente de Bartimeo, ni el ánimo que le dan luego los discípulos, ni la propia fe del ciego, el milagro sería imposible. La pregunta que Jesús le hace es muy importante: “¿Qué quieres que haga por ti?”. La fuerza de la sanación viene del propio deseo.Desde su necesidad y hondos deseos brota su clamor: “Maestro, que yo pueda ver”. No hay peor ciego que el que no quiere ver, dice el refrán.
Finalmente destaca el que este encuentro profundo sea movilizador. Una vez que el ciego es sanado, se suma a la multitud y sigue a Jesús. El que estaba antes sentado al lado del camino, marginado, detenido, ahora, puesto de pie, avanza por el mismo camino que los demás. El encuentro personal con Jesús, que siempre tiene una dimensión comunitaria, nos permite salir de nuestras propias cegueras, de alguna manera reconciliarnos con nuestra historia y ser recreados por aquél que hace nuevas todas las cosas, tanto así que puede levantarnos para que vivamos en plenitud, libertad, haciendo crecer nuestras capacidades.
¿No anhelamos algo parecido? ¿Cuáles son hoy nuestras cegueras? Hay un examen de conciencia que cada cual tendría que hacer. Desterremos la violencia que enceguece, también los prejuicios y caricaturas que encasillan, y el populismo que mira el cortísimo plazo con fines electorales individualistas y mezquinos. En el contexto en que nos encontramos son muchas las personas y movimientos sociales que en distintos territorios siguen insistiendo por demandas que son justas y posibles. La porfía y tozudez en muchas ocasiones resulta ser una virtud, especialmente cuando nos señala caminos de reconocimiento y reparación, y también de restauración de vínculos rotos: con los demás, con el medio ambiente y también con Dios. ¡Que podamos ver!
Fragmento del Evangelio: “El ciego, arrojando su manto, se puso de pie de un salto y fue hacia Él. Jesús le preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?” Él le respondió: “Maestro, que yo pueda ver”. Jesús le dijo: “Vete, tu fe te ha salvado”. En seguida comenzó a ver y lo seguía por el camino” (Mc. 10, 50-52)
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