En este domingo de la Santísima Trinidad, se nos recuerda el “nosotros”, que es la base de la fe cristiana, desde la conciencia creyente de unir Creación, Redención y Futuro en la confesión y vivencia de un Dios que es amor.
El texto del Evangelio de hoy forma parte del pasaje del encuentro de Jesús con Nicodemo. En este encuentro se expresa la búsqueda sincera de un hombre religioso, que ha oído hablar de Jesús y quiere conocerlo más de cerca. El misterio de la presencia actuante de Dios en el mundo se muestra, según este relato, en el amor de la entrega del Hijo que ofrece a todos la salvación. No ha venido a juzgar, sino a salvar, a redimir, a amar.
Dentro de la vida de fe cristiana, una de las expresiones y gestos que más se repite es el de la señal de la cruz, acompañada de la invocación del nombre de Dios trino. Esto se remonta a la vida de las primeras comunidades. Entre los saludos con que comienzan varias cartas de San Pablo, utilizados en la liturgia hasta el día de hoy, se nos habla de la Gracia que viene de Dios Padre, del Amor y la Misericordia que se nos ofrece en Jesús, y de la Comunión y la Paz que provoca el Espíritu Santo. La fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en nombre de quien se bautiza, y también en nombre de quien nos congregamos a orar, actuantes en nuestra vida cotidiana incluso más allá de las fronteras de la Iglesia, es la señal que distingue a los cristianos.
Nuestra fe debiera ir dándole forma a nuestra vida, y viceversa: la propia experiencia cotidiana debiera ir demandando a nuestra fe respuestas existenciales y profundas, que le den sentido y plenitud. La fragilidad y vulnerabilidad, y también la muerte, que se nos han acercado tan visible y dramáticamente en estos últimos meses, le dan un espesor especial a la promesa de vida eterna a quienes crean en el Hijo de Dios, tal como le expresa Jesús a Nicodemo. Si la salud no nos acompaña, que al menos se nos acerque la salvación prometida por Jesús a quienes creen en Él. El amor entra al mundo desde su creación y ante todo con la presencia de Jesús, Dios con nosotros, que nos ofrece su Espíritu para que participemos de su proyecto recreador y renovador. “Donde hay amor y caridad, Dios ahí está”, reza una antigua antífona que se canta en la celebración de San Alberto Hurtado.
Hemos sido testigos en estos días de una multiplicidad de iniciativas de servicio y generosidad: en los cuidados de salud en los hospitales, residencias sanitarias y de personas mayores; también en albergues y programas sociales para personas en situación de calle o con algún tipo de discapacidad; en la cotidianidad alterada en nuestras casas convertidas en gimnasios, oficinas y salas de clase a distancia; en la gestión de donaciones de insumos médicos, ventiladores mecánicos y elementos de protección personal; en las ollas comunes y otros espacios de solidaridad y comunidad que van en ayuda de quienes están teniendo dificultad para proveerse por sí mismos de alimentos; en la atención a los migrantes que han quedado imposibilitados de volver a sus países; en los espacios y encuentro de oración online, ante la imposibilidad de celebraciones presenciales; en diversos servicios de escucha, consuelo y cuidado telefónico o por redes sociales; ¡se podría alargar la lista con otros nombres y servicios! Y, por cierto, los mejores esfuerzos parecen ser insuficientes ante la magnitud de la crisis sanitaria y social en que estamos sumergidos.
En esta fiesta del Dios amor, celebramos la cercanía y presencia de Jesús, que se inclina, se acerca, hasta hacerse límite, fragilidad y vulnerabilidad, y que nos sigue regalando su Espíritu, que sopla por donde quiere. Que ese movimiento redentor nos anime también en nuestras acciones cotidianas, a estar atentos a las necesidades de quienes viven a nuestro alrededor, y movidos a compasión, le podamos dar forma concreta a este mandamiento del amor en que se expresa nuestra fe en Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. ¡Amén!
Fragmento del Evangelio: “Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él.” (Jn. 3, 16-18)
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