“¡Felices ustedes, los pobres, porque el
Reino de Dios les pertenece! ¡Felices ustedes, los que ahora tienen hambre,
porque serán saciados! ¡Felices ustedes, los que ahora lloran, porque reirán!
(…) Pero ¡ay de ustedes los ricos, porque ya tienen su consuelo! ¡Ay de
ustedes, los que ahora están satisfechos, porque tendrán hambre! ¡Ay de
ustedes, los que ahora ríen, porque conocerán la aflicción y las lágrimas!” (Lc.
6, 20-26).
Hace algunos días,
conversando con los equipos del Hogar de Cristo en Calama, comentábamos que, a
pesar de lo duro que han sido los efectos de las lluvias estivales del llamado
invierno altiplánico, dentro de toda la desgracia, han sido testigos de enorme
solidaridad y esfuerzos muy fecundos de articulación entre vecinos, voluntarios,
organizaciones de la sociedad civil, instituciones del Estado, comunidades
cristianas, hombres y mujeres de buena voluntad.
Conectando esta experiencia
con el evangelio que comentamos, parece ser que cuando reconocemos nuestra
común precariedad y vulnerabilidad, y nos sabemos y decimos pobres, es que
podemos efectivamente salir de nosotros mismos, ir en ayuda del que está más
desvalido, sabiendo que será la acción colectiva la que permitirá sobrellevar
las más grandes dificultades, o que, por último, las penurias y dificultades se
llevan de mejor manera acompañados. Pero esta palabra no se dirige sólo a
quienes están en caso de aflicción momentánea o una emergencia: sus
destinatarios son, por un lado, los pobres, los hambrientos, los que lloran. A
ellos se les ofrece la saciedad, la risa, el Reino de Dios. Y por el otro lado,
los ricos y los satisfechos, los que aparentemente no tienen necesidad de nada
ni nadie: el que ya está satisfecho, con dificultad puede disfrutar.
Ya en el primer capítulo de
Lucas se observa de modo muy similar esta “inversión de situaciones”: el canto
de María al visitar a su prima Isabel lo expresa con elocuencia. Dios derriba
del trono a los poderosos y enaltece a los humildes. En ese paréntesis que es
la vida, entre el nacimiento y la tumba, podemos tener y acumular muchas cosas.
A la hora final volvemos a la tierra tal como vinimos a ella: desnudos,
totalmente frágiles y débiles. Por más que nos arropemos o queramos
asegurarnos, esta honda verdad no se nos puede olvidar. La sed de felicidad que
todo ser humano experimenta, encuentra en estas palabras de Jesús algunas
posibles respuestas. Felices los que reconocen su necesidad y comparten el pan,
por poco que sea, con quien no lo tiene. Felices los que se compadecen del
sufrimiento del prójimo y procuran aliviarlo. Felices los que son capaces de
ponerse en el lugar de los demás: así se va construyendo comunidad y conjugando
el “nosotros” del que somos parte. Felices los que privilegian la colaboración
por sobre la competencia: el resultado será mejor para todos.
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