“Mientras hablaba [Pedro], una nube los
cubrió con su sombra y al entrar en ella, los discípulos se llenaron de temor.
Desde la nube se oyó entonces una voz que decía: “Éste es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo”
(Lc. 9, 28-36).
Este segundo domingo de cuaresma nos presenta el misterio de la Transfiguración de Jesús ante los apóstoles Pedro, Juan y Santiago. En lo alto de una montaña, mientras oraban, la figura de Jesús se hace luminosa, y asumiendo la historia –representada en Moisés y Elías, íconos de la Ley y los Profetas–, se les revela su divinidad, señorío y carácter de Hijo de Dios al que escuchar y seguir. Este relato puede ser fuente de inspiración y motivación para este tiempo penitencial de preparación a la Semana Santa que es la cuaresma.
Este relato nos recuerda que somos
hijos en el Hijo. Una verdad ineludible de nuestra condición humana es que
somos todos hijos o hijas de alguien. Dentro de la tradición cristiana, nos
hacemos hermanos unos de otros al reconocernos todos hijos e hijas de Dios.
Esta “hijitud” y la resultante fraternidad o sororidad, tiene hondas implicancias éticas, pues de algún modo
amplía los límites de nuestra propia familia y nos invita a tratarnos unos a
otros, independiente de nuestras características particulares, con igual
dignidad.
Es también este relato una
invitación a escuchar, a estar con los sentidos alerta; a no distraerse; a no
ofrecer, como Pedro, quedarse en lo alto de la montaña, en el gozo de la íntima
revelación que atemoriza y entusiasma a la vez. Sino a bajar de la montaña
mística para hacer en el valle de la cotidianidad de nuestras vidas aquello que
hizo Jesús: hacer el bien, sanar enfermos, alimentar a los hambrientos,
construir comunidad, anunciar buenas noticias a los pobres.
La investigación realizada
por la Fundación Súmate del Hogar de Cristo, dada a conocer la semana pasada,
es de algún modo una concreción de estas enseñanzas. Reconociendo la realidad
de muchos de nuestros hermanos menores –cientos de miles de niños, niñas y
jóvenes expulsados del sistema escolar–, intentamos comprender sus necesidades
y carencias, propiciando una reflexión que lleve a una respuesta atinada, que
promueva trayectorias de inclusión y permita que ellos mismos desplieguen sus
talentos y capacidades. A vino nuevo, odres nuevos. A desafíos y necesidades
nuevas, instituciones nuevas.
En medio de nuestras vidas
cada vez más ajetreadas, hay también en esta narración una invitación a volver
una y otra vez a la Palabra como fuente de inspiración. Tanto la primera
comunidad cristiana, aquella que decidió poner por escrito este relato, como
nosotros que queremos seguir a Jesús hoy, hemos de hacer un permanente
ejercicio de volver a la fuente de nuestra fe: la persona y el proyecto de
Jesús. A medida que pasan los años la fe puede volverse rutina, uso social,
adorno irrelevante a una existencia errante o sin sentido. Este relato es una
exhortación, en este tiempo de cuaresma, a retomar la lectura orante de la
Palabra en la que se nos ofrece el mismo Cristo. Y desde ahí se convierte en
una invitación para transformar nuestras prácticas cotidianas, nuestras
instituciones, incluso nuestras encuestas, de tal forma que sean mecanismos de
inclusión.
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