domingo, 12 de mayo de 2019

Buen Pastor


 “Mis ovejas escuchan mi voz, Yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos.” Jn. 10, 27-30

A poco más de un año de la visita del papa Francisco a nuestro país, los cambios que se han ido operando en la vida de la Iglesia Católica son paulatinos, ciertamente insuficientes, falta avanzar mucho aún. ¿Es que alguna vez alcanzaremos el ideal explicitado en los Evangelios? ¿Es que el Venga tu Reino que pedimos en el Padre Nuestro se realizará alguna vez? Empujados por el testimonio de quienes se han atrevido a sacar a la luz situaciones abusivas ocurridas varias décadas atrás, en distintos espacios se han abierto investigaciones que buscan aclarar hechos, reconocer responsables, ofrecer medidas de reparación, para poder hacer justicia. Esto es algo que nos debemos como creyentes y ciudadanos de nuestro país.
La celebración litúrgica de este cuarto domingo de Pascua nos invita a considerar la persona de Jesús como Buen Pastor. El Buen Pastor escucha. Las ovejas conocen su voz. El Buen Pastor da la vida por sus ovejas, las cuida. La renovación de la Iglesia, Pueblo de Dios, Comunidad de Comunidades, es posibilitada una y otra vez al volver a las fuentes, y al mirar con ojos renovados el presente, haciendo realidad aquello que se nos ha prometido desde antiguo. Con otras palabras, este texto del evangelio nos recuerda lo que dirá san Pablo (Rm. 8): “Nada nos puede separar del amor de Dios”. Jesús Buen Pastor, en las distintas mediaciones del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, camina al lado nuestro, levantándonos cuando caemos, sanando nuestras heridas, partiendo para nosotros el pan. Hay un peligro en utilizar la imagen del Rebaño que sigue ciegamente a un líder: importa destacar en este pasaje del cuarto evangelio el carácter de Amigo y Maestro de Jesús, que cada bautizado está llamado a tener como referente de su actuar.
La Iglesia completa requiere una reconstrucción biográfica, volviendo a los lugares y momentos originantes, y sanando las heridas que unos a otros nos hayamos podido infligir en el camino. No hay lugar para tibiezas, sí para la misericordia. No hay lugar para encubrimientos, sí para la verdad que libera y hace justicia, incluso en lo que se refiere a la memoria de quienes ya han partido de este mundo. Algunos son más responsables que otros, aquellos que han tenido más autoridad y poder. ¿Algunos riesgos posibles? El de encasillarnos en bandos, dejando de conjugar el nosotros.
El testimonio valiente de Marcela Aranda, dado a conocer en enero en este diario, y ampliado en sus detalles hace algunas semanas en una entrevista por televisión, me parece desgarrador, por los escabroso de todo lo que cuenta; me parece también conmovedor, por explicitar que así y todo se siente parte de la Iglesia y que hacer público su testimonio es necesario para su sanación y la de toda la comunidad de la que se sabe parte. Mirando las heridas y dolores del pasado, reconociendo aquello que no debió haber ocurrido, enfrentando la responsabilidad que a cada cual le cabe, será posible que nos ocupemos todos de seguir los pasos y modo de Jesús Buen Pastor.


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